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Laura no pudo agregar más días a su fuga, y me quedé solo, con la sensación de haber alcanzado la gloria en el pecho. Dos días enteros me duró esa gloria, los que me quedé para recapacitar acerca de mis días por venir y los pasados.

Las ciudades desconocidas son ideales para estos menesteres, no pueden asaltar los pensamientos con recuerdos arteros, que casi nunca son casuales. Pueden albergar los pasos reflexivos, proteger las dudas y ayudar a parir decisiones con sus paisajes nuevos a los ojos. En mi caso, Budapest se dejó amar-caminar, escuchando mis pensamientos en silencio, otra manera del asentir. Galpones derruidos contra calles de adoquines, tranvías estruendosos y gratuitos, construcciones propias de escenografías de Sissí. Paisajes extremos de ciudad por donde fue evolucionando mi pensamiento, madurando la decisión.

Fue en el medio de un puente sobre el río, un puente de metal pintado de verde pálido, con aspecto de los años cuarenta en los remaches y la solidez. A una distancia similar de cada una de las orillas, miré hacia abajo el agua que se acercaba hacia mí, y pasaba sin detenerse, entendí con Heráclito el curso de las cosas. Tres decisiones me asaltaron en ese momento, primera, volvería en el primer avión a casa, para hablar con Dolores; segunda, alquilaría un piso para llevar mis cosas; tercera, instruiría a mi agente para que me organizara una gira que me tuviera dando vueltas por el mundo durante un año, como mínimo.

Así lo hice. Volví, hablamos, alquilé y viajé. En el transcurso de esa gira actué dos veces en París, y visité a Laura tres. No volvimos a tener aquella primera experiencia mística, no nos hacía falta. Tuvimos, tenemos, un rincón en el mundo donde recuperar la ternura, el sexo amigo, la comprensión de los que han vivido. Sigue ayudándome a vivir.

El primer avión que salió con plazas después de mi decisión, lo hizo la tarde del día siguiente. No hubo manera de que encontraran un asiento libre en el de esa misma noche, ni combinación posible. Cerré el pasaje a las ocho y media, cené goulash en el hotel y, libre del equipaje de las dudas, salí a despedirme de la ciudad.

Crucé el puente verde, pasé por la Ópera, volví a la calle Vaci. De noche todo era diferente. La población de la peatonal cambia de aroma y de color, quedan abiertos sólo restaurantes y bares, locutorios de internet y alguna casa para cambiar forints. Los turistas están casi todos descansando, y la calle se queda medio vacía. Me detuve a mirar una vidriera y se me acercó un hombre joven, vestido en oscuros y peinado a la gomina.

  • Can I help you? –dijo.

Lo había visto acercarse, podía venir a ofrecer cualquier cosa y no le respondí.

  • Italiano?, Deustche? –insistió el tipo-, Español? Français? Portugués?

Sonreí al entender que no iba a dejarme tranquilo por el camino de fingir no entenderle, no es mi aspecto el de un oriental, y si me jugaba el farol de decirle que entendía, por ejemplo, el aranés, y él también lo hablaba, habría sido peor. Probé negar con un gesto una vez más.

  • Ruski? –tanteó, y se había quitado la sonrisa.

Ante el panorama que se presentaba, preferí enfrentar al molesto de una vez, y acepté el convite en español.

  • Español! –volvió a sonreír mi interlocutor- torero! Muy majo España, tengo un primo en Sevilla. ¿Tú de dónde eres?

No iba a ponerme a explicarle cuál era el lugar donde se produjo mi nacimiento, y dónde habitualmente resido, de manera que opté por mencionar la capital del reino, la primera ciudad española que se me ocurrió, a cuento del tópico. Su pronunciación era clara y fluida..

  • De Madrid.
  • Madrid! Conoces el estadio Bernabéu? Es gigante! Oye –entró en tema-, tengo chicas muy guapas, para ti, total garantía, te interesa.

Por ahí venía la mano. Era lo último que podía pensar. Una sola vez en mi vida había utilizados servicios de este tipo, cuando no fui capaz de decir que no al impulso del grupo de borrachos festejando el fin del servicio militar. El alcohol no había sido del todo ajeno a aquello. Whisky de pobre es difícil de llevar. Desde aquel episodio excepcional no había vuelto a buscar el sexo de pago, ni siquiera había tenido la tentación de hacerlo. Ahora tampoco.

  • Gracias, pero no puedo ahora.
  • ¿Qué prisa tienes? –es necesario decir que iba caminando decididamente lento, y la respuesta a su pregunta no podía ser otra que la negativa- ¿te espera tu mujer, o tus hijos?
  • No, es que no tengo dinero.
  • Vamos, sí que tienes…a ver ¿cuánto dinero llevas?

Metí las manos en los bolsillos con el además de rebuscar, procurando ocultar el bulto de la billetera. Pero el ataque había sido directo ante una excusa que no admitía una posterior; si admitía tener dinero, no tendría otra opción que aceptar el negocio. Cambié de rumbo inmediatamente.

  • No, no puedo, mirá lo pienso y vuelvo ¿de acuerdo?
  • Vale, no hay problema –dijo el hombre, dejándome ir- ya sabes dónde estoy, si me necesitas, me llamo Sandor, puedes preguntar por mí a cualquier chica de esta zona.
  • Listo –zanjé, y seguí caminando.

Crucé una avenida, recreándome en la gracia del tipo para ejercer un trabajo ilegal. Tenía la sospecha de que era capaz de convencer en cualquiera de los idiomas que me había propuesto. Pensé si ese conocimiento admirable no le pondría al alcance trabajos mejores, y enseguida me respondí que probablemente no mejor remunerados.

La escena de antes se habría repetido alguna vez, si no hubiese rechazado de plano a los tres o cuatro personajes de aspecto similar al de mi amigo el proxeneta, que me salieron al cruce en el paseo.

  • Una cerveza, y a la cama –pensé, pero el sueño no daba señales de aparecer. Tomé dos con la intención de convocarlo, de esperarlo. Dos cervezas.

¿Y si me festejara la decisión? ¿Y si me despidiera de Budapest a lo grande? Durante los años de matrimonio, que estaba a medio terminar, no me había permitido la menor distracción en mi fidelidad a Dolores, ni siquiera la fútil de mirar una mujer; siempre con la propia represión en nombre de un respeto que nunca la justificó, y que en todo caso no sentía íntimamente. Ahora podía considerarme un hombre libre, que no debía explicaciones a nadie, y que pasaba su última noche en una ciudad a la que, posiblemente, no volvería. Al menos en mucho tiempo. Una idea que unos años atrás me parecía llanamente despreciable, anidaba, pequeña aún, en mi cabeza, en mi cerveza.

Al llegar a la altura de Vaci donde me había encontrado a Sandor, no lo vi. Me demoré un minuto en una de las vidrieras, por si aparecía.

Nada, no estaba. Entre preguntar por él a las chicas y seguir esperando, cambié de vidriera para poder disimular algunos minutos más.

Por el otro lado apareció, como si hubiera salido de entre las sombras que dominaba.

  • España! Cómo estás! Ya has decidido?

Después del sobresalto, lo miré sin interés.

  • Ya te dije que no, que no tengo dinero.
  • Pero has vuelto… eso es que sí, pareces una mujer… dime, españa, cuánto dinero tienes?
  • Poco, cuánto me cobrás?
  • Mis chicas son lo mejor de Budapest, por ser tu, ciento cincuenta dólares.
  • ¿Dólares? –dije espantado, hasta el punto de considerar posible desechar la idea-, no, dólares no, tengo forints, traducímelo a forints.

Se habrá sentido contrariado en la negociación, un turista sin dólares no era el mejor cliente, yo tenía la disculpa de ser ‘españa’, y creo que por eso siguió.

  • En forints te va a salir más caro, españa, son cuarenta mil.
  • Eso es carísimo, Sandor –ya éramos amigos- te puedo dar quince mil.
  • Venga, hombre, si eso no es dinero, te puedo bajar el servicio hasta los treintaicinco.
  • Veinte mil –abrevié.
  • No, de treinta mil forints no puedo bajar, pierdo dinero. Y sólo porque eres tú.
  • Mirá, Sandor –lo abracé, mientras metía la mano en el bolsillo de atrás del pantalón, el que valía-, tengo un billete de cincuenta euros, acá está; es tuyo si me decís cuál es tu mejor chica.

A Sandor se le iluminó la mirada con el billete azul, y dio por cerrado el trato cuando lo agarró, después de controlar las esquinas. Me hizo señas de que lo siguiera, y me llevó hasta el primer piso de un edificio lúgubre, ubicado unos metros más allá, sobre una calle transversal. Al entrar gritó algo en húngaro, posiblemente un nombre, y de una puerta de la sala aparecieron tres chicas jovencitas, una de ellas menor de edad, las tres rubias y delgadas, las tres lo miraban con temor.

  • Elige, españa.

Estaba comenzando a arrepentirme de la idea de la despedida, no fuera que me despidieran a mí. Libre por el susto de la cerveza, descarté a la más joven, y entre las otras dos, recité para adentro el tatetí.

  • Buena elección, españa, -casi gritó-, tú sabes de mujeres. Tienes una hora.

Volvió a decir algo en húngaro, esta vez a la elegida por el azar de mi infancia, y salió.

La chica me sonrió, dulce, y me llevó de la mano a una habitación. Empezó a desvestirse, pero la detuve; quería hacerlo yo. Ella aceptó sin oponerse.

No había reparado en cómo iba vestida hasta el momento en que la comencé a desnudar. Sólo tenía un deshabillé etéreo como era ella, que cayó cuando desaté el nudo correcto. Apareció una piel blanca y tirante, suave como la seda, que olía a jazmín por elección.

Si algún temor tenía al entrar, lo dejaron de lado mis modos suaves, las sonrisas fueron cada vez más frecuentes, más prolongadas, como un guiño de aprobación a la única forma que teníamos de comunicarnos.

Quería llevar yo la iniciativa, y le pedí que se quedara quieta, que se moviera según se lo pedía, para conocer con mi boca todos los montes, llanos y hondonadas de su piel. Ella, más que obedecer, aceptó. Después, el primer contacto, la primera danza de ondas, a mi cargo.

La liturgia del amor físico, la cumplí como un señorito. Me esforcé, ella se entregó sin elegir, yo sudé y ella gimió, los dos gritamos. En rigor, participé de un acto sexual, nadie lo negaría. De igual manera no negaría yo, ni podría hacerlo, la excitación, el deseo febril ni el placer culminante. Todo pagado.

Lo que no cubría el dinero fue el instante en el que ella confió en mí, ni el primero de los regalos que me hizo, de intentar que pensara que gozaba. La razón lo niega, pero nos queda el beneficio de la duda, avalada por el melodioso orgasmo suyo, que me regaló después.

Me hizo recordar que tenía en marcha un trabajo musical, que había dejado de lado unas semanas atrás, y que todavía era capaz de rescatar, y terminar, y de querer hacerlo. Sólo era necesario un ejercicio de memoria de Laura y de Silvia, de esa hasta hacía poco adolescente húngara, a la que no supe preguntarle el nombre, y que por eso bauticé con ese nombre, exclusivamente para mí.

Al día siguiente, por la tarde, Johann me llevó al aeropuerto entre palabras de elogio, gratitud y promesas de un futuro feliz para los dos. Quiso que me comprometiera, al menos de palabra, para dar un ciclo, pequeño, tres o cuatro conciertos, en un auditorio con el que trabajaba en Frankfurt, con la posibilidad de agregar más ciudades de Alemania, incluso repetir Budapest.  La amabilidad que merecía me hizo olvidar por un momento la urgencia que tenía por llegar y poner en marcha los cambios. Le dije que con mucho gusto, que tenía idea que en unos meses comenzaría una gira extensa, y que hablara con mi agente, que se encargaría de los detalles.

Llegamos al aeropuerto con tiempo suficiente para despachar el equipaje y sentarnos a compartir un café. Johann se quedaría hasta la mañana siguiente, preparando su próxima visita, y volvería a casa, donde lo esperaban su mujer y dos hijas.  Cuando un hombre cuenta estos detalles de su vida sin la ayuda del alcohol, significa que en  alguna medida su interlocutor ha ganado su aprecio. Me confesó que estaba pensando en espaciar este tipo de viajes, porque las nenas estaban creciendo sin verlo, y eso lo angustiaba. Yo había postergado mis preocupaciones, y sus palabras, lejos de molestarme, me honraron y confortaron y, de alguna manera, me servirían de orientación más tarde.

Antes de despedirnos, me preguntó si me había sentido bien esos días en Budapest. No pude dejar de pensar en que la ciudad había ingresado a mi historia por asuntos más importantes que un éxito artístico. Le dije, sin mentir, que nunca olvidaría los días que pasé por aquí.

Las piruetas que dio el avión al decolar, ya ganada la altura y buscando el rumbo, pusieron el plano real de la ciudad en mi ventanilla. La última mirada de despedida, se la llevó el puente metálico verde, del que esa misma tarde había averiguado el nombre: Puente de la Libertad.

Fernando Blasco 

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